Fuente y autor desconocidos.
Las gargantas del cañón de Pachachaca, cerca de Abancay, son de difícil acceso y están rodeadas de senderos escarpados y obstáculos naturales que, más de una vez, invitan a renunciar. Pero, una vez superadas los roquedales empinados y las cuestas estrechas; uno se encuentra con un hermoso tesoro escondido de aguas termales y paisaje virgen. Todas las dificultades quedan empequeñecidas ante la belleza de lo descubierto. Allí me volví a preguntar ¿Necesitamos el quechua?
La pregunta no es ociosa. Lentamente crece una silenciosa corriente de enterrar el quechua de una vez por todas: ¿Qué sentido tiene conocer una lengua esencialmente ágrafa, manejada por campesinos analfabetos, a espalda de todas las revoluciones tecnológicas? ¿Para qué defender una lengua virtualmente muerta, cada vez menos hablada, reducida solamente al réclame turístico? Todas las estadísticas señalan el retroceso del quechua frente al empuje del castellano. Y pareciera haber también un retraimiento social de hablarlo abiertamente: Lima ya es la mayor ciudad quechuahablante del Perú, pero ¿acaso es habitual escuchar en la calle, en el microbús o en el colegio alguna conversación en dicha lengua? ¿Qué sentido tiene enseñar quechua si los propios quechuhablantes se inhiben de platicarlo?
Por el contrario, el castellano avanza imparable por todo el mundo, tiene ejércitos de filólogos que contribuyen a modernizarla frente a los retos del nuevo milenio, cuenta con una literatura vigorosa e incluso ya se ha convertido en la segunda lengua del Imperio norteamericano. El castellano unifica, moderniza, nos inserta en una amplia comunidad del globo. El castellano a la calle, el quechua al museo.
Pero las cosas no son tan simples. Quien escribe estas líneas ha sido testigo de la increíble expansión de las lenguas minoritarias en la península española. Conocido es que el franquismo impuso el castellano y reprimió con saña otras lenguas como el catalán, el euskera o el gallego.
Cuando la democracia llegó al Estado español, dichas lenguas minoritarias estaban en franco proceso de extinción y los españoles se hicieron las mismas preguntas que nosotros nos planteamos frente al quechua ¿Para qué persistir en lenguas nacionales de comunidades pequeñas que solo dividen,
separan y excluyen?
Pero los catalanes, vascos y gallegos pensaron que sus lenguas tenían derecho a otra oportunidad. Que aquellas lenguas formaban parte de su identidad y tenían sitio en un proyecto de sociedad moderna y democrática. Así fue como catalanes y vascos invirtieron millones en programas de
aprendizaje, difusión y apoyo de sus lenguas nacionales. Se atrevieron a sacar esas lenguas de los museos para lanzarlas a la calle.
¿El resultado? Veinte años después hay un florecimiento de dichas lenguas que coexisten perfectamente con el castellano. Son lenguas vivas habladas con desparpajo por adolescentes y mayores, por intelectuales y futbolistas. Pero hay algo más. Esa recuperación de lenguas contribuyó al fortalecimiento y cohesión internas de sus comunidades. Significó un plus de autoestima y de
optimismo social. Las sociedades vascas, catalanes y gallegas, sencillamente, funcionan mejor. La lengua les enseñó, además, a ser mejores personas y ciudadanos. Decía un filósofo que "las fronteras de mi lengua son las fronteras de mi conocimiento". Una nueva lengua siempre será una nueva
manera de ver, conocer e interpretar.
¿Porqué entonces no pensar que pueda ocurrir lo mismo con el quechua? Todos sabemos que nuestro país tiene tremendos problemas de viabilidad ¿Podría la difusión y enseñanza del quechua ayudar a resolverlos? ¿Porqué negar una lengua que impulsa la solidaridad, el trabajo colectivo, la responsabilidad comunal? El pesimismo se ha instalado hace décadas en nuestro país ¿Acaso el
quechua puede ser un revulsivo enérgico, un tónico moral, que nos ayude a trabajar y a vivir mejor? (Pienso en ese euforizante social que fue el Cienciano) ¿Por qué no darle al quechua una nueva oportunidad?
Caminé con desaliento por los estrechos senderos del cañón del Pachachaca. Varias veces quise renunciar a seguir. No creí que valiera la pena tanto esfuerzo. Pero cuando crucé el último escalón y contemplé la belleza y el vigor de aquel río cantado tantas veces por Arguedas; me sentí mejor, con
unas extraordinarias ganas de amar y trabajar, sentí orgullo de mi país. Y me di cuenta, entonces, que sí necesitamos el quechua.
Las gargantas del cañón de Pachachaca, cerca de Abancay, son de difícil acceso y están rodeadas de senderos escarpados y obstáculos naturales que, más de una vez, invitan a renunciar. Pero, una vez superadas los roquedales empinados y las cuestas estrechas; uno se encuentra con un hermoso tesoro escondido de aguas termales y paisaje virgen. Todas las dificultades quedan empequeñecidas ante la belleza de lo descubierto. Allí me volví a preguntar ¿Necesitamos el quechua?
La pregunta no es ociosa. Lentamente crece una silenciosa corriente de enterrar el quechua de una vez por todas: ¿Qué sentido tiene conocer una lengua esencialmente ágrafa, manejada por campesinos analfabetos, a espalda de todas las revoluciones tecnológicas? ¿Para qué defender una lengua virtualmente muerta, cada vez menos hablada, reducida solamente al réclame turístico? Todas las estadísticas señalan el retroceso del quechua frente al empuje del castellano. Y pareciera haber también un retraimiento social de hablarlo abiertamente: Lima ya es la mayor ciudad quechuahablante del Perú, pero ¿acaso es habitual escuchar en la calle, en el microbús o en el colegio alguna conversación en dicha lengua? ¿Qué sentido tiene enseñar quechua si los propios quechuhablantes se inhiben de platicarlo?
Por el contrario, el castellano avanza imparable por todo el mundo, tiene ejércitos de filólogos que contribuyen a modernizarla frente a los retos del nuevo milenio, cuenta con una literatura vigorosa e incluso ya se ha convertido en la segunda lengua del Imperio norteamericano. El castellano unifica, moderniza, nos inserta en una amplia comunidad del globo. El castellano a la calle, el quechua al museo.
Pero las cosas no son tan simples. Quien escribe estas líneas ha sido testigo de la increíble expansión de las lenguas minoritarias en la península española. Conocido es que el franquismo impuso el castellano y reprimió con saña otras lenguas como el catalán, el euskera o el gallego.
Cuando la democracia llegó al Estado español, dichas lenguas minoritarias estaban en franco proceso de extinción y los españoles se hicieron las mismas preguntas que nosotros nos planteamos frente al quechua ¿Para qué persistir en lenguas nacionales de comunidades pequeñas que solo dividen,
separan y excluyen?
Pero los catalanes, vascos y gallegos pensaron que sus lenguas tenían derecho a otra oportunidad. Que aquellas lenguas formaban parte de su identidad y tenían sitio en un proyecto de sociedad moderna y democrática. Así fue como catalanes y vascos invirtieron millones en programas de
aprendizaje, difusión y apoyo de sus lenguas nacionales. Se atrevieron a sacar esas lenguas de los museos para lanzarlas a la calle.
¿El resultado? Veinte años después hay un florecimiento de dichas lenguas que coexisten perfectamente con el castellano. Son lenguas vivas habladas con desparpajo por adolescentes y mayores, por intelectuales y futbolistas. Pero hay algo más. Esa recuperación de lenguas contribuyó al fortalecimiento y cohesión internas de sus comunidades. Significó un plus de autoestima y de
optimismo social. Las sociedades vascas, catalanes y gallegas, sencillamente, funcionan mejor. La lengua les enseñó, además, a ser mejores personas y ciudadanos. Decía un filósofo que "las fronteras de mi lengua son las fronteras de mi conocimiento". Una nueva lengua siempre será una nueva
manera de ver, conocer e interpretar.
¿Porqué entonces no pensar que pueda ocurrir lo mismo con el quechua? Todos sabemos que nuestro país tiene tremendos problemas de viabilidad ¿Podría la difusión y enseñanza del quechua ayudar a resolverlos? ¿Porqué negar una lengua que impulsa la solidaridad, el trabajo colectivo, la responsabilidad comunal? El pesimismo se ha instalado hace décadas en nuestro país ¿Acaso el
quechua puede ser un revulsivo enérgico, un tónico moral, que nos ayude a trabajar y a vivir mejor? (Pienso en ese euforizante social que fue el Cienciano) ¿Por qué no darle al quechua una nueva oportunidad?
Caminé con desaliento por los estrechos senderos del cañón del Pachachaca. Varias veces quise renunciar a seguir. No creí que valiera la pena tanto esfuerzo. Pero cuando crucé el último escalón y contemplé la belleza y el vigor de aquel río cantado tantas veces por Arguedas; me sentí mejor, con
unas extraordinarias ganas de amar y trabajar, sentí orgullo de mi país. Y me di cuenta, entonces, que sí necesitamos el quechua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario