LA CHINITA DE MONSERRATE
Por falta de
recursos económicos para iniciar estudios universitarios, cuando terminé el
bachillerato me tocó prestar el servicio militar obligatorio. Desde el inicio
hice varios cursos de capacitación y por mis actitudes sobresalientes me
destinaron a la Inteligencia Militar. Allí hice y aprobé el curso especial de
Infiltración y luego me asignaron a una operación militar que se estaba
llevando a cabo en una basta zona del Líbano, en el departamento del Tolima. El
comandante de operaciones era un experto sargento, de apellido García, que se
hacía pasar por peluquero y que usando una peluquería que tenía de fachada en
Líbano, al lado de El Cafetal, un prostíbulo de mala muerte ubicado en el
centro de esa pequeña ciudad, le despejaba el camino a la infiltración del
personal de inteligencia que operaba en esa área. En total, mi grupo estaba
integrado por cinco hombres que trabajábamos en el campo, y dos mujeres,
jóvenes y atractivas, que fingiendo ser parientes del peluquero y comerciantes
bogotanas vendían diversas cosas en un amplio territorio del área de
operaciones; y todos pertenecíamos a la Brigada de Institutos Militares (BIM)
de Bogotá.
En esa área
operaban varios grupos de inteligencia pero, por asuntos de seguridad, cada
integrante sólo conocía la gente de su escuadra. El sargento García fingía ser
casi analfabeta y nunca iba a cobrar el sueldo a Bogotá sino que un colega, de
otro grupo, y yo íbamos por turnos intercalados a la capital a traer el pago de
todo el personal militar que operaba en ese sector. En una de las veces que me
tocó a mí ir a traer los sueldos, el papa Pablo VI había llegado a Bogotá y
hubo una enorme congestión de tránsito que no me permitió llegar a tiempo a
cobrar. Era fin de semana, no tenía ni un peso en el bolsillo y así me tocó
esperar hasta el lunes. En esa época, aunque todavía estaba pagando el servicio
obligatorio, me pagaban sueldo de suboficial y cuando iba a Bogotá tenía gratis
comida y dormida en la Compañía Ayacucho, que pertenecía al Batallón Número Uno
de Policía Militar de Puente Aranda pero que por sus funciones especiales
operaba desde una sede a parte en el centro de la ciudad.
Ese domingo, por la
tarde, me fui para Monserrate. Iba de civil, pero a los militares con la
identificación militar nos permitían usar gratis los dos medios de transporte
que subían a Monserrate. Esa tarde subí en el funicular, anduve un rato por los
alrededores del cerro y después decidí bajar a pie para conocer el camino, que
en esa época muy poca gente se atrevía recorrerlo porque era bastante
peligroso. Pero yo me sentía seguro con mi pistola nueve milímetros Brown que
manejaba con una rapidez y precisión que me había dado puntos para pertenecer a
la inteligencia militar. Llevaba puesta una gabardina elegante que me había
regalado un teniente coronel, a quien había salvado de un cabo resentido que
estuvo a punto de matarlo. Esa vez intervine en la pelea por evitarle el
problema al cabo, que era mi amigo pero me lo agradeció mucho más el coronel, y
esa tarde sólo me faltaban las gafas oscuras para parecer un agente de la CIA,
como los presentaban en las películas, siendo Bogotá el único lugar donde yo
podía usar esa pinta, ya que en el Tolima fingía ser un trabajador campesino y
vestía como tal.
Los militares
suelen ser de muy buen apetito. Esa tarde, las fritangas que vendían en
Monserrate me abrieron el apetito, pero no tenía dinero para comprarlas y
empecé a bajar rápido porque había decidido irme directo a cenar al casino de
la Ayacucho. A poco de estar bajando me pasé a un grupito de muchachos que iban
despacio, vestidos de civil pero eran militares, inclusive dos de ellos
llevaban puestas botas militares. Y, lejos de esos muchachos, en una curva
resbalosa y cubierta de monte me alcancé a una muchacha, como de veinte años,
chinita, algo bajita y de aspecto agradable. Enseguida que me la pasé había que
pasar un lugar resbaloso, miré hacia atrás y le pregunté a la muchacha sí
quería que le diera la mano en ese cruce. Ella sonrió y me tendió la mano.
Cuando pasamos le pregunté sí quería que yo disminuyera el paso para que la
acompañara. Con un poco de timidez me hizo un gesto de aprobación. Me aparté un
poco del camino y la dejé que ella siguiera adelante.
De tarde, a pie,
casi nadie subía el cerro. Bajamos un tramo largo sin encontrarnos con nadie,
cuando íbamos en un sitio que estaba un poco más elevado que los edificios mas
altos de Bogotá, la muchacha se salió del camino y se sentó en una grama, cerca
de la vía. Le pregunté sí estaba cansada, con la cabeza ella me hizo seña que
sí. Le dije que descansara, que yo la esperaba. Saqué dos panelitas de coco que
llevaba en un bolsillo, le di una y me comí la otra. La tarde estaba nublada
pero sin lluvia. Para esperar a la muchacha, con el dedo en el gatillo de la
pistola me acosté en una lomita, poco después me dio sueño y creo que dormí un
momento. De repente me paré para seguir bajando, miré donde estaba la muchacha
y allí solo había una busito de lana que ella llevaba puesto. En el momento
supuse que ella debía estar por allí cerca, orinando. Pero pasaron quince
minutos y la muchacha no aparecía. Tomé el busito de ella y, sin decir su
nombre, empecé a llamarla y revisé los alrededores, buscándola, pero no la
encontré por ningún lado. La Chinita no había hablado ni una sola palabra, y yo
sospechaba que ella era muda. En el momento pensé que se había ido, dejando
olvidado su busito, pero seguí llamándola y fui a revisar por tercera vez una
ladera donde estaba un palo de pino que se había caído, pero que había quedado
enraizado y, pegadas al suelo, tenía sus ramas vivas y llenas de hojas y
semillas. El pino tenía bastantes ramas en el suelo y algo me decía que ella
estaba por esos lados. Revisé por todas partes y no la encontré, pero, cuando
venía de regreso, de repente apareció de atrás de una de las ramas que yo hacía
poquito había revisado. Apareció tan cerquita que yo tuve que retroceder para
no tropezarla, y me entregó una flor roja, grande y hermosa, y tan rara que
jamás he visto otra parecida a esa. Aturdido le recibí la flor y le pregunté que
adónde la había encontrado. Ella sonrió y no respondió, pero con sus gestos y
su sonrisa era casi como si hablara; le entregué su busito y como quiera que no
tenía dinero para invitarla a tomar algo en Bogotá, le expliqué que yo era
militar y que ya casi era hora de tener que presentarme en mi cuartel. Ella
tenía la dentadura sana y hermosa, sus gestos eran agradables, sonriendo me
hizo señas que siguiera, que ella quería quedarse. Convencido de que era muda,
y bastante triste por su defecto, bajé rápido y fui directo a cenar. En el
comedor me encontré con un amigo y hablando con él se me olvidó el asunto de la
Chinita. Después leí un rato y luego me acosté. Pero esa noche no pude dormir
porque siempre que me estaba quedando dormido, como en una pesadilla, se me
aparecía la muchacha y me entregaba la flor. Me levantaba aturdido, pensaba en
el asunto y no le hallaba sentido a lo que me estaba ocurriendo. Repasando
mentalmente los hechos ocurridos con la Chinita, caí en cuenta de que no
recordaba qué se había hecho la flor, pensé que algo grave le había ocurrido a
ella y decidí ir por la mañanita al lugar donde la había dejado. Tempranito fui
al lugar de los hechos y tremenda sorpresa me llevé al verificar que no existía
el pino caído donde apareció la Chinita con la flor. Revisé bien la grama donde
ella estaba sentada y encontré la panelita de coco que le había regalado, y
todo lo demás era igual que en la tarde anterior, pero lo que había donde ella
se me apareció de repente era unos matorrales pequeños y nada de las ramas del
pino de donde me sorprendió con la flor. Y, fuera del rastro mío, en ese sitio
todo estaba original, no había seña de que allí hubiera estado ese pino y se lo
hubieran llevado antes de yo llegar.
Con ese asunto
dándome vueltas en la cabeza hice la diligencia de cobro y cuando llegué al
Líbano con el sueldo de mis compañeros, encontré la noticia de que la guerrilla
había torturado y asesinado a dos de mis colegas de trabajo. Pocos días después
renuncié a mi trabajo en Inteligencia Militar y luego de que me retiré del
ejército ingresé a la Aduana Nacional y me destinaron a Cartagena.
Empecé mis
funciones aduaneras en el Terminal Marítimo de Cartagena y poco después me
trasladaron al retén de Gambote, que en esa época era un puesto aduanero de
control fluvial y terrestre hacia el interior del país, ubicado en un caserío
con el mismo nombre y no muy lejos de la ciudad heroica.
La entrada al
trabajo era a las siete de la mañana y salíamos al día siguiente a la misma
hora. Tanto de ida como de regreso yo tomaba los buses que viajaban de Montería
para Cartagena y Barranquilla, porque casi no paraban en la vía como lo hacían
los buses que viajaban hacia los pueblos o ciudades vecinas pequeñas. Una
mañana, cuando salí del trabajo, duré un largo rato esperando bus y solo
pasaban buses de pueblos. Aburrido de tanto esperar decidí tomar un bus de
madera que apareció en el momento, que encima del techo llevaba un gran
cargamento de bultos de arroz. El bus adentro también llevaba carga en un fondo
escueto que tenía, así como en el pasillo y encima de algunos asientos, y no
iba lleno de gente pero más adelante recogió un numeroso grupo de campesinos y
quedó lleno de pasajeros de pie, apilonados en la parte de adelante. Poco
después el bus paró en un restaurante, ubicado en la vía; el chofer, bajando
del vehículo, dijo que solo iba a dejar una encomienda y que no se demoraba.
Sin embargo, pasaron varios minutos y el conductor del bus no aparecía. Esa
madrugada había caído un fuerte aguacero, el día estaba oscuro y no hacía tanto
calor pero, por lo apretados que estaban, algunos pasajeros decidieron bajarse
del bus mientras llegaba el conductor. Yo me sentía molesto por la demora y
atento a la llegada del chofer. De pronto vi a la Chinita que me había dado la
flor en Monserrate, bajando del bus donde yo iba. Tenía puesta la misma ropa de
esa tarde, y me miró de reojo como invitándome a que la siguiera. Enseguida, lo
más rápido que pude bajé del bus y salí atrás de ella, tratando de alcanzarla.
Casi que la alcanzo, pero siguió derecho y entró al baño del restaurante; yo me
senté en la mesa más cercana de la puerta del baño, a esperar que ella saliera.
Allí pedí una gaseosa; estaba sorprendido, en el momento sólo quería saludarla
y tratar de salir de las tantas dudas en que me había dejado. En ese momento el
chofer prendió el bus y los pasajeros se subieron, el vehículo se fue y los
ocupantes como que no se dieron cuenta que la Chinita y yo nos habíamos
quedado.
Cuando habían
pasado como cinco minutos de estar esperando la salida de la Chinita, llegó al
baño una muchacha morena, abrió la puerta y entró. Salió casi enseguida y dejó
la puerta del baño abierta. Adentro se veía desocupado, le pregunté a la morena
sí había visto a una muchacha en el baño, ella me respondió que allí no había
nadie. Muy sorprendido, y con la autoridad y el modo que usaba siendo
investigador militar, revisé el baño y en él no había nadie. Era un baño
moderno, con paredes enchapadas y no tenía forma de salir que no fuera por la
puerta. Todos los empleados del restaurante se amontonaron a mi alrededor y dos
de ellos aseguraron que me habían visto salir afanado del bus y que ninguna
otra persona venía delante de mí. Con más inquietudes de las que tenía antes
salí a la carretera y enseguida apareció un bus de los que venían de Montería.
Esos buses no recogían pasajeros en la vía pero ese paró a dejar un pasajero y
yo aproveché para pedirle al chofer el favor de que me llevara a Cartagena. El
chofer del bus resultó ser conocido mío. Me dijo que subiera y que me sentara a
su lado. Continuamos el viaje hablando de un derrumbe que esa madrugada había
bloqueado la carretera. A poco rato, yendo en la bajada de una lomita, vimos
cuando el bus donde yo venía antes se salió de la carretera y cayó a un arroyo
que estaba seco. El bus donde yo iba llegó al lugar donde se volcó el otro
vehículo casi en el mismo instante del accidente, paró y todos corrimos en
auxilio de los pasajeros que estaban atrapados debajo del techo destruido y de
los bultos de arroz. En pocos minutos sacamos los cuerpos de ocho personas
fallecidas y numerosos heridos. Con muchas dificultades logré rescatar a un
niño que estaba atrapado y protegido por uno bultos de coco. No estaba herido,
pero su mamá había fallecido y fue muy doloroso el llanto del niño.
Desde la mañana que
fui a buscar la flor y que no encontré ni siquiera las ramas del pino, yo
sospechaba que la Chinita no era una mujer muda sino un espíritu. Y, aunque
había visto espíritus en mi niñez, la Chinita me dejó desconcertado; mientras
éstos obraron como almas en pena, ella siempre actuó como un ser viviente,
inclusive, me dio la mano en la curva resbalosa y me recibió la panelita de
coco cuando se sentó a descansar. Al comienzo de lo ocurrido, lo más
inexplicable fue que apareciera de repente y con esa flor tan hermosa. Ahora
pensaba que era obvio que me había hecho bajar del bus para evitar que yo
siguiera en él hasta el lugar donde luego se accidentó. Decidí que de alguna
manera tendría que averiguar quién era la Chinita y en qué podría yo serle
útil; y pensé que de alguna forma tendría que darse ese milagro.
Ese asunto siguió
dándome vueltas en la cabeza. Varios años después fui trasladado a Bogotá y
aunque, por el frío que hace, nunca me ha gustado vivir en esa ciudad, esa vez
me puse contento por el traslado porque tendría la oportunidad de investigar el
misterio de la chinita de Monserrate.
Estando en Bogotá
empecé la investigación yendo al lugar donde la Chinita me entregó la flor. Fui
a media tarde, el sol estaba despejado, las cosas habían cambiado mucho al
inicio de la subida, pero el lugar en donde ocurrieron los hechos estaba casi
lo mismo. Muy cerca a ese sitio encontré una pareja de ancianos, pastoreando
tres vacas paridas. Me acerqué a ellos, les di las características de la
muchacha que andaba buscando y les pregunté sí algún día la habían visto por
esos lados. La viejita, en un vocabulario ordinario, me explicó que había oído
decir varias veces que una mujer con esas características “le pela la jeta a
los hombres para que la sigan y después aparecen empelotas, muertos y con la
quijada torcida”. Le repliqué que la mujer que yo buscaba era tan tierna que
parecía un ángel; y el viejito intervino diciendo: “Le aconsejo que tenga mucho
cuidado. He oído decir que esa mujer parece que no matara una mosca, pero ha
estrangulado a muchos hombres, entre ellos algunos que eran tan malos y tan
fuertes que parecían monstruos humanos. Lo bueno de ella es que ha defendido a
mujeres que iban a ser violadas y quizá asesinadas”. Luego de oír esas
explicaciones decidí consultar el asunto con un especialista.
En Bogotá se
consigue de todo, pero hay que saber buscar. En esa ciudad sobran los vividores
que no saben otra cosa que tumbar a quienes caigan en sus tantos modos de
trampa. Pero, precisamente, mi especialidad en la Inteligencia Militar era la
de no dejarme engañar de las apariencias. Con esa experiencia, y usando mis
buenos contactos aduaneros, poco después ubiqué a un señor que resultó ser
experto en tratos y mediaciones espirituales. El hombre era autodidacta, había
sido chofer y tenía varios buses, de los que vivía holgadamente. Él no cobraba
por hacer esas cosas, inclusive, me dijo que muchas veces en esa labor gastaba
de su propio dinero, con tal de hacerle favores a los espíritus. Desde su punto
de vista, todas las acciones positivas generaban resultados positivos, tanto
para sus receptores como para quienes las hicieran, pero no era fácil lograr
que él aceptara colaborar en asuntos de esa naturaleza. La primera vez que
hablamos me contó que con frecuencia la gente le hacía consultas de brujería,
cosa que él no trataba, y de muchos casos que resultaban ser cosas normales.
Esa vez fui acompañado de una señora que era amiga suya y que ya le había
comentado mi necesidad de hablar con él. Ese señor vivía en una casa grande, de
dos pisos, y en el primer piso tenía un negocio de repuestos usados de
vehículos pesados. En toda la casa se oía música clásica con volumen bajito. La
señora amiga suya que llegó conmigo se marchó poco después que me presentó al
señor ‘Médium’, que era como ella lo denominaba. Nos sentamos en una enramada
que había en la azotea, él era un hombre modesto pero muy sabio. Me pidió que
con calma y con la mayor claridad posible le contara los hechos. Cuando le
conté el asunto de la flor, sonrió y se puso las manos en la cabeza. Le
pregunté que cuál era el significado de esa flor, me respondió que la flor era
una mutación de ella misma, que en otras palabras; la flor y la Chinita eran el
mismo espíritu en unas condiciones muy especiales. Me explicó que la entrega de
la flor era buena señal en cuanto a que significaba que ella confiaba en mí,
que me cuidaría y que no me haría ningún daño, pero veía muy probable que
necesitara que yo le hiciera alguna función. La solución, dijo él, era ir de
madrugada al lugar donde me había dado la flor. Ese día era jueves y convenimos
iniciar el ‘trabajo’ en la madrugada del siguiente martes. En esa época, debido
a los altísimos gravámenes, los autos particulares en Colombia valían una fortuna;
él tenía un carro viejo, al que llamaba ‘el Pichirilo’, y quedamos en que, en
su vehículo, ese martes él me iría a buscar a mi residencia a las tres de la
mañana.
No resulta fácil
explicar que uno tiene un gran deseo de ver a una persona y que a la vez siente
un miedo tremendo de verla. En esos días yo tenía muchas ganas de ver a la
Chinita, pero se me paraban todos los pelos del cuerpo cuando caía en cuenta
que ella no era la tierna muchacha que yo había visto sino un espíritu que
podía ser muy peligroso. Entonces, no pensaba en otra cosa. Afortunadamente, el
Médium me llamó dos veces, la primera para decirme que por ningún motivo tomara
licor ese fin de semana y la segunda para confirmar la cita del martes y me
aconsejó que me vistiera lo más parecido posible a como estaba el día que la
Chinita me dio la flor.
Desde que llegué
trasladado de Cartagena tomé en arriendo un apartamento pequeño, en el segundo
piso de un edificio. Ese día ni siquiera me faltaban las gafas para ir vestido
como los superagentes secretos de las películas de esa época. Cuando salí a la
calle, a la hora convenida, ya el Médium me estaba esperando, tomando café en
una cafetería que había en el primer piso del edificio donde yo residía.
Elegante y bien perfumado entré a la cafetería, el Médium estaba en la primera
mesa y se veía muy tranquilo, cuando lo saludé me invitó a tomar café. Me senté
a su lado procurando disimular el temor que sentía al pensar en el encuentro
con el espíritu de la Chinita en ese cerro oscuro y lleno bosques. Esta vez mi
arma de fuego no me hacía sentir tan seguro. En la mesa, el Médium tenía un
libro empastado, cuando lo vi creí que era la Biblia, pero era una agenda y en
ella había escrito las instrucciones que yo debía seguir. Empezó diciéndome que
a los espíritus había que seguirles la corriente, que aunque fueran amistosos
ellos no aceptaban consejos. Me preguntó sí yo era cristiano, le respondí que
casi no era religioso y que me inclinaba por el modo de creencia laico. Dijo
que veía muy probable que el espíritu que íbamos a tratar fuera de una mujer
creyente cristiana, y me aconsejó que al hablar con ella tuviera en cuenta de
no contradecirla en asuntos religiosos.
El Médium tenía la
costumbre de ir anotando cuando hablaba y me hizo anotar varios detalles del
comportamiento de los espíritus. Entre escritos y palabras me quedó claro que
los espíritus sólo le reconocen divinidad o jerarquía religiosa a quienes se la
reconocían cuando eran personas vivientes. Por ejemplo; si una persona en vida
era musulmana, en cuanto a lo religioso, su espíritu en penas sólo reconocerá
las reglas de esa religión. De rapidez, me explicó que era conveniente invocar
a Satanás en los ritos de liberación de personas poseídas por espíritus
malignos, cuando el espíritu invasor no reconoce otra autoridad religiosa que
la del Demonio, y que en Bogotá existían varias sectas satánicas que hacían
labores de esa naturaleza. Añadió que aunque la Iglesia Cristiana, en forma
oficial, negaba que en tales casos ese medio de expulsión de espíritus fuera el
más adecuado, debido al gran peligro que representa hacer esas expulsiones,
muchos exorcistas de la Iglesia, discretamente los recomendaban.
Cuando salimos de
la panadería eran casi las cinco de la mañana, pero el lugar donde teníamos que
dejar el carro y seguir a pie estaba cerca. Cuando nos bajamos al pie de la
loma, afuera del carro hacía un frió tremendo y estaba serenando, mi
acompañante sacó del vehículo dos paraguas, me dio uno, abrió el otro y me dijo
que la mañana pintaba bien para lo que íbamos a hacer. Hacia arriba todo estaba
cubierto de neblina, casi no se veía nada, le expliqué que con esa oscurana era
muy difícil que encontráramos el lugar donde habían ocurrido los hechos. Pero
el hombre conocía el terreno, me dijo que no veíamos porque estábamos
encandilados, pero que cuando subiéramos un poco podríamos ver las cosas sin
mayor dificultad.
Desde un poco más
abajo del lugar de los hechos, la vía que venía del cerro tomaba rumbo hacia el
norte y se iba dividiendo en varios caminos, verticales, que llegaban a una
calle pavimentada que iba bordeando la loma y hacía de frontera entre el cerro
y la ciudad, pero desde abajo subían muchos caminos parecidos que no llegaban
lejos ni se conectaban con esa vía; en otras palabras, para poder hallar la vía
que subía todo el cerro, era necesario empezar la subida por alguno de esos
ramales verticales que se conectaban con esa vía.
El domingo anterior
yo había hecho un reconocimiento del área y, además de ubicar el sitio más
conveniente para dejar el vehículo y el camino que debíamos tomar, puse una
marca con ramas tronchadas en el lugar donde me había despedido de la Chinita.
Esa madrugada, la subida de la loma nos quitó el frío y fue fácil encontrar las
marcas que yo había hecho; cuando llegamos al sitio de los hechos el día estaba
aclarando, pero los contornos del lugar estaban nublados y oscuros, mi quijada
empezó a temblar cuando vi las ramas tronchadas. El Médium me dijo que me
parara en el lugar donde me había acostado la tarde del suceso, y él se paró en
el sitio donde se había sentado la Chinita. Casi enseguida, el Médium dijo:
“Está cerca. Llámela y búsquela tal como lo hizo esa tarde”. La llovizna había
cesado, tomé el paraguas como si fuera el busito que ella había dejado y empecé
a llamarla: ¡Oye, me voy: Toma tu busito! ¡Ey! Me voy: Toma tu busito.
Así di dos vueltas
por los alrededores, pero por ningún lado vi a la Chinita. El Médium me dijo
que continuara, que iba muy bien. El hombre se veía tan seguro de lo que decía,
que cuando me hablaba parecía que la estuviera viendo a ella, yo seguí
llamándola y buscándola en todas las direcciones, sentía mucho frío y a cada
instante me temblaba más la quijada. Estando en esas vueltas me detuve de
espaldas a mi compañero, en el lugar donde ella se me había aparecido con la
flor. Y, parado allí, la llamé varias veces y luego di la vuelta con la
intención de ir a hablar con el Médium, pero, cuando di la vuelta, nuevamente
me sorprendió la Chinita que estaba tan cerca de mí que casi me rozaba, ofreciéndome
la hermosa flor. Le recibí la flor y me quedé mirándola a ella, sin saber qué
hacer. Por fortuna, mi compañero era todo un experto en ese asunto; enseguida,
con total normalidad, se acercó y empezó a hablar con ella, le dijo que yo lo
había traído para ayudarla en lo que se le ofreciera; que él, voluntariamente,
quería servirnos de médium para que ella pudiera hablar conmigo. Al instante,
la Chinita empezó a hablar, dijo que quería confesarse porque había matado a
varios hombres que habían intentado violarla en los matorrales de ese cerro.
Explicó que ya no sentía odio con los hombres porque entre los muertos estaba
el hombre que tiempo antes la había violado y asesinado a ella. Y que, esa
tarde, mi comportamiento con ella le había hecho cambiar el concepto en que
tenía a todos los hombres del mundo. Dijo que me había dado su flor espiritual
por mi sano comportamiento al acompañarla; por haberla buscado para devolverle
su busito y porque teniendo tanta hambre le había dado una de las dos panelitas
de coco. Pero, según dijo, yo había sido el único hombre que la había tratado
con respeto y cariño y que habían sido numerosos los sujetos que le habían
ofrecido ayuda o sana compañía y luego habían tratado de violarla; agregó que a
todos los había matado. De seguido contó que el primero había sido un hombre
negro que cuando la vio sola en la curva resbalosa donde yo la había
encontrado, sin decirle nada había tratado de violarla. Me explicó que al
comienzo ella trató de convencerlo de que la dejara en paz porque era mala cosa
abusar de una persona tan indefensa como ella. Pero el negro sacó un trapo
sucio que llevaba en un bolsillo y con él le tapó la boca y la arrastró lejos
por el monte. Ella siguió comportándose como una mujer indefensa hasta cuando
el violador se quitó el pantalón y la tiró al piso para violarla. Entonces,
ella lo asfixió con su propio pantalón y lanzó su cuerpo, desnudo, por un
desfiladero. Contó que el segundo hombre que trató de violarla era un joven
vicioso que con frecuencia violaba a muchachas campesinas que trabajaban en
casas de familia. Según su relato, aquella tarde, bajo una llovizna, el
delincuente iba loma arriba, consumiendo vicio, y se encontró de frente con
ella un poco más abajo del lugar donde la habíamos encontrado esa mañana. Ella
venía bajando y el hombre no la atacó enseguida sino que la dejó seguir y
verificó que ella iba sola. Luego se devolvió corriendo, la alcanzó y la
interrogó acerca del porqué estaba ella sola en ese lugar lleno de malezas y
retirado del área poblada de la ciudad. Ella le respondió que había caminado
sin darse cuenta, porque estaba muy preocupada debido a que su patrona había
muerto y ella se había quedado sin empleo y ahora no sabía qué hacer. El tipo
era atracador y cargaba un punzón de picar hielo para amenazar a sus víctimas.
Para que ella no siguiera bajando, le cerró el paso, sacó el punzón, se lo puso
en el cuello y le dijo que con él había asesinado a varias personas, entre
ellas a las mujeres que se habían negado a complacerlo. El tipo guardó el
punzón y le ofreció un cigarro de marihuana, ella lo rechazó diciendo que no
fumaba, entonces él sacó una botella de ron y le ofreció un trago, la Chinita
le explicó que ella era católica y su religión le prohibía tomar licor. El
hombre le volvió a poner el punzón en el cuello y le dijo: “Si no mete nada es
asunto suyo, pero me tiene que dar ya usted debe saber qué cosita; así es que
hágale para el monte zorrita, y si grita le meto este punzón y me la como
muerta”. El tipo la empujó hacia el monte, y con el punzón le indicó la
dirección que debía seguir. Ella, llorando, le suplicó que no le hiciera daño,
que la dejara en paz. Pero el vicioso siguió amenazándola con el punzón y la
llevó a un lugar boscoso en donde le dijo que se echara y se quitara la ropa
interior. Él se quitó un abrigo sucio que llevaba puesto, lo tendió en el piso
y le dijo que le daba un minuto para que estuviera allí acostada, boca arriba y
tan encuera como la había parido su puta madre. El hombre se tomó un trago y se
desnudó, ella se sentó en el abrigo y se quitó el busito, el tipo la tomó de
los pies y trató de abrirle las piernas pero, al subirle el vestido, hacia
arriba lo que vio fue un horrible esqueleto humano. El vicioso, desnudo,
arrancó a correr pero cuando iba subiendo una lomita se encontró de frente con
el esqueleto, ofreciéndole su abrigo y su punzón, el tipo se detuvo, ella lo
levantó por el cuello, lo lanzó a una zanja y allí lo asfixió con el abrigo.
Nos contó que el
hombre que la había violado y asesinado trabajaba en un restaurante, pero que
era vicioso y cometía violaciones en las laderas del cerro de Monserrate, cosa
que en vida ella ignoraba. El tipo trabajaba llevando los domicilios de un
asadero de pollos y con frecuencia llevaba los pedidos de comida que hacía la
patrona de la Chinita. Poco a poco, en los momentos de entregarle a ella los
pedidos de comida de su patrona, el sujeto se ganó su confianza y la invitaba a
cine, pero ella nunca aceptaba. La tarde que ocurrieron los hechos, la Chinita
iba por la calle del asadero, desesperada porque pocos días antes había
fallecido su patrona y ella quedó sin empleo. Ahora vivía en una habitación,
arrendada, y se le estaba agotando el dinero que tenía de reserva. No quería
regresar a su pueblito porque había decidido estudiar en Bogotá, anhelando un
mejor futuro, y no había podido conseguir un trabajo que de alguna manera le
permitiera continuar estudiando.
Esa tarde, el tipo
regresaba en bicicleta de llevar un pedido y cerca del restaurante se encontró
con la Chinita. La saludó y la invitó a almorzar en el asadero, ella le
respondió que no podía porque andaba buscando trabajo, el tipo le dijo que sus
patrones necesitaban una muchacha sin hijo, elegante y bien recomendada. Ella
no se consideraba elegante pero se animó en hacer la diligencia del empleo y lo
acompaño al restaurante. Allí le tocó esperar hasta que se desocuparon los
patrones, pero le fue bien, consiguió empleo y el horario de trabajo le
permitía estudiar de noche. El tipo terminó el turno de trabajo y, disimuladamente,
se quedó esperando a la Chinita. Esperó que ella saliera adelante y la siguió.
Él sabía que ella tenía hambre y llevaba medio pollo asado para invitarla a
comer en la falda del cerro. La Chinita estaba agradecida con el hombre y le
aceptó la invitación. Comieron sin afán, el sujeto fingía ser un hombre
respetuoso, ella bajó la guardia y luego aceptó seguirlo loma arriba por un
caminito, con el pretexto de divisar la inmensidad de la ciudad. Subieron y se
sentaron en el mismo lugar donde ella se sentó la tarde que venía conmigo, poco
después empezó una llovizna, ella se puso de pie, le dijo que ya era casi de
noche y que tenían que bajar rápido, antes de que empezara a llover duro. Pero
el tipo la agarró de un brazo y la arrastró por el monte hasta un lugar lleno
de malezas, allí la golpeó y la violó, luego la llevó arrastrando hasta las
raíces del pino que estaba caído y con una cuerda que él tenía le amarró las
manos a una rama del árbol y se puso a consumir vicio. Después, ya de noche,
amarrada la violó varias veces y luego la asfixió con un trapo que él cargaba y
enterró el cadáver en un hoyo que había debajo del pie del pino caído.
Esa noche, antes de
ser asfixiada, la Chinita le juró al tipo que le cobraría bien cara esa maldad
y él le respondió que por habladora de mierda la iba a matar. Y su cuerpo murió
poco después, pero su espíritu quedó dispuesto a cumplir el juramento.
Los espíritus casi
no sienten el paso del tiempo, la Chinita desconocía cuánto demoró el tipo para
volver al lugar donde la había asesinado, pero ella sabía que él volvería y
allí permaneció esperándolo. Y así ocurrió, el hombre apareció una tardecita
con una muchacha embarazada que venía tomando y metiendo vicio con él. Los dos
se sentaron en lugar donde el tipo se había sentado con la Chinita, allí
discutieron un poco y, de repente, él la agarró del cabello y la arrastró hacia
el pino con la intención de asesinarla para deshacerse de ella porque estaba
embarazada y no quería practicarse el aborto que, según los alegatos del tipo,
desde hacía tiempo le había ordenado. Pero, por lo borracho, el hombre resbaló,
soltó a la mujer y ella salió corriendo y gritando, loma abajo. Sin embargo, en
el momento él no se preocupó, sabía que ella, por la dificultad de su embarazo,
no podía correr mucho, con tono amenazante le dijo que era mejor que no
corriera porque tendría que volver a subir y que ahora sí la iba a tratar como
ella merecía. Pero, cuando iba a salir a detenerla, de atrás de una rama del
pino caído apareció la Chinita y se le atravesó en el camino, el tipo se detuvo
en seco y, sorprendido, se quedó mirando a la mujer que había asesinado. Ella
tenía en sus manos la cuerda con que él la había amarrado en el pino, y al
verla amenazante el sujeto le preguntó: ¿Entonces qué: me va a colgar de las
pelotas? Ella le respondió: “No lo voy a amarrar de las pelotas. Solo deseo
cumplir el juramento de castigo que le hice aquella tarde, pero antes, mientras
se le quitan los efectos del vicio, lo voy a amarrar desnudo en el lugar donde usted
me amarró”. El hombre arrancó a correr, pero enseguida tropezó con algo que no
vio, a la vez que sintió la cuerda en el cuello, ahorcándolo. Oía que le
ordenaban que se desnudara y tan rápido como pudo se quitó la ropa y las botas
de montaña que calzaba. Pero la cuerda siguió apretando y lo llevó arrastrando
hasta la rama del pino, allí lo soltó y entonces vio nuevamente a la Chinita
con la cuerda en las manos, lista para amarrarlo. El hombre nuevamente intentó
correr, pero enseguida volvió a sentir el jalonazo de la cuerda. Cayó encima de
una rama caída del pino y con un tronco se rompió la boca y la nariz. Llorando
le suplicó a la Chinita que no lo matara, que él haría lo que ella quisiera.
Ella le ordenó que pusiera las manos pegadas a la rama del pino, para atarlo.
Obedeció, y lo amarró de la misma forma que él la había atado a ella, pero él
gritó y lloró durante mucho más tiempo que la chinita. Así lo dejó casi toda la
noche y para que lo soltara del pino tuvo que jurarle que desde esa noche él
sería subalterno de ella, no lastimaría a ninguna persona y protegería a las
mujeres en ese cerro cuando fueran a ser violadas. El hombre, cuando estuvo
suelto, le dio las gracias a la Chinita, ella se las aceptó y le dijo que ahora
cumpliría su juramento de castigo; que le tocaba arrastrarse, desnudo, cerro
arriba hasta su lugar de sacrificio. El tipo, que poco antes creyó que quedaría
libre, le suplicó perdón a la Chinita y ella le respondió que no hablaba mierda
y que cumpliría su juramento. Ahora tenía en sus manos el trapo con el que él
la había asfixiado. Estaba lloviendo, le dio un juetazo por la espalda con el
trapo mojado, el hombre dio un chillido, salió gateando y se acostó boca abajo
en el camino. Ella le ordenó que caminara en cuatro patas, como si fuera una
bestia humana. Y, dándole trapazos, lo obligó a subir gateando hasta más arriba
de la curva resbalosa donde yo la encontré aquella tarde; allí lo asfixió con
el trapo y lanzó el cadáver por un precipicio cercano.
El resumen de la
Chinita fue que había continuado matando violadores y que algunos de los
ejecutados ahora eran espíritus malignos que la tenían agobiada; ella quería
confesarse para quedar en paz con Dios y nos pidió que la lleváramos a donde un
sacerdote cristiano.
En el mundo hay
gente que hace lo que nadie se imagina. El Médium era amigo de un cura, cuya
especialidad era ayudar y confesar espíritus de personas fallecidas, algo que
yo antes no tenía idea de que existiera. Esa mañanita el Médium le pidió a la
chinita que mutara del todo en la flor, para nosotros llevarla a un lugar donde
se confesara. Casi enseguida ella desapareció y el Médium me dijo que había que
llevar la flor a un lugar cercano, en el barrio Las Cruces. Bajamos rápido y
tomamos el vehículo. Casi sin mirarla, pero con el mayor cuidado posible llevé
la flor hasta el confesorio de espíritus, un sitio que no era iglesia y que,
supuse, debía pertenecer a alguien muy rico y religioso. El Médium era conocido
en ese lugar, cuando llegamos, la puerta se abrió sola, entramos y un cura
pálido, con rostro de alma en penuria salió a recibirnos. El lugar era tan
misterioso que hasta el cura parecía un ser del más allá. Entrar allí era como
estar en una clínica de almas, no veía movimiento en las cosas pero sentía que
por todas partes volaban unos remolinos de sentimientos. Eran como lamentos,
tristes, y más fríos que el hielo; con el roce me hacían temblar la quijada tan
rápido como las agujas de las máquinas de coser. El Médium habló un momento con
el cura y éste no demoró en estar en el confesorio, pero allí el tiempo se
hacía eterno. Sin embargo, todo funcionaba con normalidad, el Médium me dijo
que colocara la flor frente a la ventanita del confesorio, luego me hizo ubicar
de pie al lado derecho de ese lugar y él se colocó al lado izquierdo. El cura
ya estaba en su sitio; entonces, como si la estuviera viendo en persona, el
Médium le dijo a la Chinita que en el nombre de Jesucristo, el cura estaba
listo para oír y perdonar sus pecados. Enseguida, la Chinita apareció
arrodillada en el lugar donde puse la flor. El Médium se retiró y me hizo señas
que lo siguiera, caminamos y nos sentamos en silencio en unos asientos ubicados
cerca del confesorio. Desde allí se veía claramente la Chinita, arrodillada,
pero no se oía voz ni se notaba movimiento. El ambiente seguía helado pero la
tembladera se me quitó cuando me deshice de la flor, y a la vez desaparecieron
los remolinos de sentimientos. Poco después, la Chinita se convirtió en un
remolino de luz blanca, subió y desapareció. El Médium se levantó del asiento y
dijo: “¡Listo; lo logramos!”. Fuimos a darle las gracias al cura. Allí había
una urna para depositar colaboraciones en dinero, el Médium sacó su billetera y
le echó un billete, yo hice lo mismo.
Esa mañana se me
pasó por alto preguntarle el nombre a la Chinita, y desde entonces no he vuelto
a saber nada de ella, pero todavía llevo en mi mente su tierna carita.
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